El cantar de las aves comienza
a las cinco de la mañana.
Abro la ventana y en la penumbra
veo dormida la ciudad.
Mi barrio, tan alejado del centro,
duerme tranquilo y en silencio,
y los pájaros que están despiertos
cantan a destiempo para desvelar el sueño.
Las casas están apagadas y sin vida,
las calles sólo se iluminan por escasas farolas
y la lejana autopista que esta noche me inspira.
Cada vez oigo más fuerte el cantar de las aves,
comienzo a escuchar el motor de algunos coches
y algún autobús pasar.
Esta madrugada, que no sé si se consideraría
noche o día, da mucho que pensar.
La diminuta plaza que por las tardes está abarrotada
por ancianos y gitanos está silenciosa y desierta.
El parque que está junto a mi casa
espera en soledad a que el día
nos haga despertar y por él pasear.
El colegio que está en frente de mi casa
duerme siniestro. Una luz tétrica
ilumina el árbol que duerme junto a él
y otra tenue ilumina el pequeño rosetón.
Sigo escuchando a los pájaros a destiempo,
sigo escuchando los motores de los coches,
sigo viendo algún que otro autobús marchar,
sigo aquí aún despierto, a las seis menos veinte.
La penumbra del cielo empieza
a lo lejos a esclarecer,
los pájaros cantores acentúan
casi al unísono el tempo
y el sol se posa por fin
lentamente sobre el cielo.
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